Paisanos. El paisaje humano del Levante de Almería.
Julian, el pastor.
14/07/2019
Amanecerá fresco, pensaba Julián mientras bajaba la calle empinada con su zurrón y su media manta al hombro, en busca del apero, y de Pintu, su perro colorado, camino de la tená. Al fondo, en la línea de la mar, el sol todavía no se atrevía a romper el día y el lucero se veía bajo.
Como siempre, Julián después de sacar a las cabras del corral, separando a los choticos jóvenes de sus madres con las ubres secas de amamantarlos, tenía que pescar a estos chotos pequeños con el lado curvo del gallado, separarlos de sus madres y dejarlos en el corral, antes de encaminarse a la sierra.
Se paraba todas las mañanas en el pozo de La Morera, bajaba el caldero metálico, con la soga que necesitaba un cambio, y llenaba de agua fresca su botella, protegida por la pleita de esparto, que también remojaba, la pleita protegía la botella de los golpes en su zurrón y mantenía el agua bebible a lo largo del día de los calores en la sierra.
Cada vez que empuñaba el esparto de la botella, recordaba al tío Rufino, al que bajaba cada día un atao de esparto de la sierra, con el que el hombre se entretenía con sus piernas maltrechas de recorrer estos empinadas sendas, tejiendo alfombras y aguaderas, cada vez menos, para los santos hará tres años que lo enterraron, ya no coge esparto, ya no hay quien haga pleita y cuerdas, es el sino de todos, pensaba.
Después de la ceremonia habitual de cada día, las cabras emprendían el camino casi de forma automática siguiendo a Julián, el tintineo de sus campanillas iluminaban la rambla arriba, todavía a oscuras. A estas horas no había actividad en la parte alta de pueblo, abajo en la playa, la actividad se iniciaba todavía más temprano, con la primera pleamar, de madrugada, que ayudaba a sacar las pequeñas barcas al agua, llevaban esperando un puerto décadas, pero los de Almería, la capital, repetían cada año la misma cantinela, no hay dinero.
A Julián tampoco le importaba mucho el puerto, desde que un hermano de su madre salió un día con la barca y nunca regresó, para él la pesca estaba vetada, su madre estuvo poniendo velas a La Virgen, mucho tiempo antes del servicio militar, porque a los de Almería los mandaban a La Marina, las velas y los rezos resultaron, le tocó la mili en Lérida, en El Pirineo, se tiró más de un año con los mulos, cargando piezas de artillería por trochas y veredas, aquello sí que eran sierras, con agua por todos lados, como el siempre contaba, no como las nuestras, que eran un secarral.
El atajo ya se empinada por las últimas atochás de los minúsculos bancales construidos piedra a piedra en las que crecían higueras, olivos y algún almendro, mientras las cabras se esmeraban en la rebusca bajo los algarrobos de algun fruto seco caído con retraso.
Julián les gritaba a los animales, "bírra", para qué no se empinaran sobre los almendros, y Pitu ladraba a las cabras, conocía a su dueño y un solo gesto de Julián era suficiente para que se acercará a ladrar a las díscolas cabras, guardando las distancias eso sí, desde que una cabra le dio un buen topetazo, hace unos años.
El otoño venía seco y el verano no había traído muchas tormentas lluviosas, los animales se afanaban en buscar los brotes nuevos de las Albaidas que crecían entre las piedras, en esta época la comida de la paja en los rastrojos ya habían desaparecido de los bancales de abajo, los únicos que se sembraban ahora, los tractores no subían a estos pequeños regatos, los mulos ya desaparecieron hace años, y los ubios, las colleras y los arados estaban colgados al fondo de las cuadras.
El ritual del día cambiaba muy poco, los días ventosos buscaba las partes protegidas de la sierra, y antes de las diez ya estaba almorzando, el jamón con tocino, el blanquillo, la longaniza y chorizos en aceite acompañados siempre con media hogaza pan, que le duraba todo el día, eran su sustento, acompañado de una sardinas secas y algún trozo de queso en aceite de sus cabras, para la mañana o la tarde. En los veranos, un tomate, unos trozos de cebolla, unas migas de pan, sal aceite y vinagre componían su particular gazpacho, en su plato de aluminio de la mili.
Los animales pasaban el día sobre las escarpadas sierras, los días largos bajaban a abrevar al tornajo de algún cortijo con aljibe o bien a algún manantial, en el que los animales se apretujaban para beber, si el año había sido lluvioso, los días cortos del invierno, no había agua hasta la vuelta al corral.
La vuelta era siempre antes del anochecer, excepto en los casos que se divisara una tormenta fea en el horizonte, y Julián sabía bien como distinguirlas, él y su apero apretaban el paso para volver, se guardaba respeto a las tormentas y a sus rayos en estas sierras.
Julián y su atajo pasaban todos los días del año en la sierra y sus aledaños, sin descanso, sin festivos, si acaso un par de días en la fiesta del pueblo, y los entierros, que las sacaba ya de media mañana. Los chotos que le compraban los marchantes murcianos y los quesos que vendía su madre a vecinos y a algunos de Almería, eran el sustento de supervivencia, junto al huerto y los pocos olivos que les daban el aceite del año. Su único lujo, su moto Torrox, que le compró a uno de Lorca por 100 duros, con sus pequeñas aguaderas hechas con el esparto de la sierra, también del tío Rufino, con la que se acercaba a Vera o Cuevas, a comprar alguna cosa para su casa y la de sus vecinos, alguna vez al mes. También había viajes imprevistos, cuando había alguna urgencia y había que ir a la botica o avisar al médico.
El paisaje humano con muy pocos cambios durante décadas en el Levante de Almería, de unas gentes honestas que ya pasaron, que fueron felices, y otros que se marcharon en busca de otras felicidades.