Aureliano, el Limpia.


 

Paisanos. El paisaje humano del Levante de Almería.

Aureliano, el limpia. Una historia de emigración.

14/11/2021

Manuel comenzaba todas sus mañanas con el mismo ritual, desayuno en El Rincón. Don Manuel, como le llamaban en la Taberna El Rincón, en la calle Tetuán, era un abogado que había heredado el despacho de su padre, en aquella década de los 50 del siglo pasado, en el que Madrid, parecía estar siempre de color gris y con poca luz.

Asuntos de herencias, pleitos de propiedades y compraventas eran su especialidad, además de los asuntos legales en varios conventos cercanos, eran los clientes heredados de su padre.

Aquella mañana de marzo tenía vista en San Bernardo, y seguía siempre el consejo de su padre, corbata impecable y zapatos impecables. No se bajó al despacho, en la calle Bordadores, por Celenque, se fue por la Puerta del Sol, para que un limpia le diera un lustre.


No encontró a Paco, que era su limpia habitual, a esa hora temprana, seguro que en alguno de los muchos bancos de Alcalá, tendrían algún evento y le habrían llamado, buenas propinas, contaba Paco, que le dejaban los banqueros.

Era su costumbre y no iría a la vista, sin un buen lustre en sus zapatos. Buscó en la plaza, y en la esquina de Montera, donde la tienda de los paraguas, había sentado un chavalito esperando clientes, sentado en su cajón, acurrucado con su abrigo y su gorra calada por el frio mañanero de Madrid.

Saludo al chavea, se sentó y le pidió un buen lustre. Con Paco hablaba de lo cotidiano, con el chavea desconocido, le preguntó ¿cómo se llamaba?, Aureliano señor, ¿de dónde eres? de Granada, señor ¿llevas mucho tiempo en el oficio? Para un año, señor. Como no era muy hablador, mientras se afanaba en sus zapatos, Manuel siguió con sus preguntas al joven limpia. Bonita ciudad Granada, le inquirió Manuel, no la conozco, respondió el chavea.

Entonces, ¿de dónde vienes?, de un pueblo en la linde con la provincia de Almería, señor, respondió el joven limpia, La Venta del Parral, no lo conocerá, es muy pequeño, a Manuel casi se le cae el pie del cajón, le recorrió el cuerpo un escalofrió, y dejo de prestar atención a sus zapatos. Qué casualidad, le dijo Manuel, conozco a alguien de por allí, ¿Cómo llaman a tu familia? Preguntó al limpia, mi padre no vive, mi madre es la María de los “de la cuesta”.

El joven limpia estaba terminando, y Manuel tenía que ir a la vista sin falta, le pagó y le dejo una perras de propina, le pregunto si habitualmente estaba por allí, el limpia, le dijo que entre la Puerta del Sol y Gran Vía, pasaba el día, quedó con el joven limpia para el día siguiente allí, en la esquina de Montera.

Manuel cruzó la Puerta del Sol, de pronto se sentía acalorado, le sobraba el abrigo, su cabeza volvió a los años treinta y tantos, cuando más joven, tuvo que dejar Madrid de forma apresurada, era un todos contra todos, un apellido, unas ideas y desaparecías, la cruel guerra civil.

Cruzando la Puerta del Sol y bajando la calle Arenal, revivió su huida al sur, destino a Granada, a la que no llegó, su paso por Jaén, la sierras de los Montes Orientales y por fin, su llegada a La Venta del Parral, sin suelas en los zapatos. Zapatos a los que tuvieron que poner una suela usada, nadie del pueblo se podia permitir comprar unos zapatos, sin convertirse en sospechoso. Viivió varios meses en un palomar, en el callejón de la coja, por el que apenas pasaba una burra sin aguaderas.

Manuel, resolvió la vista en el juzgado, estaba presuroso por volver al despacho, coger el teléfono y pedir una conferencia a La Venta del Parrar, en la que solo había un teléfono, pudo hablar con Adolfina, la telefonista de la centralita, a la que conocía porque llamaba varias veces al año a Don Pepe, un médico jubilado con el que compartió aquellos tiempos de penurias, en aquella lejana aldea granadina.

La telefonista le confirmó, que los dos zagales mayores de la Maria, habían hecho el hatillo y se habían marchado a Madrid, sin una perra gorda en los bolsillos. Un primo que había estado en la mili en Madrid, se había quedado a vivir, y los recogió, porque la María, se quedó viuda con cuatro zagales.

A la mañana siguiente, Manuel madrugó, desayuno como siempre en el Rincón, y fue en busca del joven limpia, esperó a que Laureano terminara un servicio, le dio los buenos días, se sentó y le pidió un lustre. El joven limpia le contó que vivía con su hermano, en un apartado que había dentro de un taller de fontanería, en la calle de las Huertas.

Cuando el limpia, dijo “servido”, Manuel tiró con el pie el cajón del joven por los suelos, con los betunes y los aceites, a Laureano le entraron ganas de llorar. Manuel miro al joven limpia y le dijo “se acabó ser limpiabotas”, recoge tus cosas, conozco a tu familia y te vienes conmigo. De camino al despacho, Manuel le contó que había vivido en su pueblo, que conocía a sus vecinos, y que como le habían ayudado a él hace años, ahora les ayudaría a él y a su hermano.

Le llevo a ver a Don Paco, un cura de Ubeda, que oficiaba en San Ginés, por las tardes un empleado de Iberduero, daba clase en la Iglesia, a la que tendría que asistir, él y su hermano, les buscó una casa, su hermano dejó el reparto de carbón, se ocuparon en ayudar en los jardines y los huertos de varios conventos.

En poco tiempo su madre y sus hermanos pequeños, también dejaron La Venta del Parral, esta vez en un tren con carbonilla, primero hasta Guadix y después hasta Madrid.

Años después, los dos hermanos mayores terminaron en las escuelas del Padre Piquer, como técnicos eléctricos, y finalmente, se jubilaron trabajando en el mantenimiento del alumbrado madrileño.

Su vida fue, el barrio madrileño de Embajadores, y los fines de semana y las vacaciones, en su casa en el campo, en la sierra de Segovia, el mundo de Laureano, y la sierra de Ávila, la de su hermano, nunca volvieron a estas tierras del sureste.